Estábamos en Rio de Janeiro. Era la segunda parte de nuestro viaje de vacaciones. Primero habíamos pasado unos días en Guarujá, días de sol en la playa. Y al ver el protector solar en su mochila, yo había preguntado para qué, y él me había mirado decepcionado. Lo cierto es que hubiera preferido no verlo, no sentirme en la obligación de usarlo. De todas formas eso no fue tan importante.
A Rio llegamos con lluvia, y nos alojamos en un hotel del centro, desde ahí comenzamos a recorrer. Primero la biblioteca Nacional, luego museos, iglesias, bares, librerías, todos lugares donde el agua no entra. Y dos días después, al salir el sol, decidimos hacer una excursión al Pan de azúcar, ese morro altísimo que yo no tenía idea que había que subir en teleférico. Compramos los billetes y subimos a la cabina. Cuando estábamos trasladándonos por los rieles, bamboleándonos en el aire rodeados de gente que no paraba de hablar y disparar sus cámaras fotográficas, me pregunté que hacía allí, sentí miedo de caer, y me dio infinita tristeza hacerlo de aquella manera, subiendo a un morro, el cual, yo, no moría por conocer. En ese momento el teleférico se detuvo en un morro anterior al que nos dirigíamos, de menor altura, y tuvimos la posibilidad de bajar para hacer una recorrida. Había unos monitos muy pequeños con melenas leoninas que saltaban y corrían por allí, acostumbradísimos a los visitantes. Me entretuve un rato mirando la ciudad desde arriba, y hasta hice algunos chistes, mientras pensaba larga y argumentadamente que no haría el segundo tramo de ascenso. Solo volvería a entrar a esa cabina para emprender el regreso. Ese pensamiento lo resumí en réplica que hasta sonó espontánea, cuando él me dijo_ Ya sale, tenemos que subir- y yo solo agregué_ Me dio vértigo, te espero acá.
Mientras él subía, y yo, con el cielo de fondo, lo veía saludarme a través de los cristales. Agregué a mi pensamiento, que además de no morir por conocer el Pan de Azúcar, tampoco moría por él. Pero eso solo me movió a esbozar una sonrisa, y levantar la mano para saludarlo. El también sonreía, sus ojos eran muy claros, y me miraban sin maldad. Me quedé allí tomándoles fotografías a los acostumbradísimos monos, que posaban para mí en sus coreografías tropicales, y me gustó imaginarlos con música de Carnaval, aunque lo que se oía era el chirriar del teleférico.
Al rato él regresó muy contento, se acercó y me abrazó como si hiciera años que no nos veíamos, y así, abrazados, bajamos a tierra firme. Talvez esa sensación de ser querida, esa transparencia y esa piel que no toleraba el sol por su increíble blancura, fue lo que disipó mi pensamiento y me hizo continuar aquel viaje, e incluso más, sin volver a preguntarme si lo amaba.
Pero cuando al volver a Buenos Aires revelamos las fotos, las más de veinte que había tomado de los monitos, estaban fuera de foco, y saturadas por el sol. Ese sol intenso (que solo a mí, había logrado oscurecer).
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2 comentarios:
esta es biografica, no? ;)
Teniendo en cuenta que la ficción es una gran parte de mi vida, podría decir que sí. Cada cosa que escribo es parte de mi biografía, por el simple hecho de que lo estoy escribiendo yo en algún momento, y por lo tanto es parte de ese momento de mi vida.
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