La niña, no bajó como de costumbre en la esquina de su casa en aquel barrio, que para muchos bien podría estar en la China, pero que oculto permanece algunas veces, en un rincón no tan lejano, en Buenos Aires.
La madre la esperaba a escasos metros de la esquina, y con asombro humano y desesperación de madre, vio como el transporte del que debía bajar su niña, seguía de largo sin siquiera una duda. Sin siquiera una duda, creyó la madre. Que prontamente corrió a buscar un teléfono. A intentar lograr que alguien la atendiera en el colegio, al otro lado de la línea. A no conseguirlo porque ya nadie había allí. A salir nuevamente a la calle y pedir ayuda a una vecina. A elucubrar ambas si sería correcto denunciar el hecho en la comisaría. Si acaso se estaban apresurando. Si la desesperación de una madre es tan grande como el temor de una hija. Si una vecina puede comprender lo que uno siente. Si la niña estaría llorando mientras se hacían aquellas preguntas.
La niña, de cuclillas detrás de uno de los asientos del transporte, observaba por un agujerito del suelo el asfalto que recorrían, las líneas blancas que desaparecían en la velocidad. Que se dibujaban nuevamente mientras se detenía la marcha. Mientras algún niño bajaba, y otros seguían allí, jugando y gritando como ella misma solía hacerlo hasta ese día, en que la mera casualidad de caérsele el lápiz al suelo, de intentar recogerlo, la ayudó a descubrir aquel agujero. Y otra vez al oír el motor, vuelta a tomar velocidad. Y vuelta a desaparecer las líneas. Y algunas pequeñas piedras saltaban y golpeaban en el suelo. Entonces retiraba el ojo de allí por precaución. Y cuando ya no oía piedritas golpeando, volvía a ponerlo. “Este agujero es tan pequeño, que no podrán entrar por él piedritas, por mucho que salten y salten, y lo intenten”. Pensaba la niña cuando el transporte se detuvo nuevamente. Y algún niño bajó. Y ya no se oían otros niños. Y entonces se puso de pie. Y se encontró en un lugar que la impulsó a preguntar donde estaba. A hacerse oír por el chofer, y que este se diera la vuelta, y con asombro humano y desesperación de padre, le dijera que estaba en La tablada. Yo vivo en Bonzi replicó la niña. La condujo entonces a un edificio, subieron algunas escaleras y entraron. La esposa del hombre estaba allí, y un niño no tan pequeño que se quedó mirándola con asombro de niño.
No la vi porque estaba agachada detrás de un asiento. Tengo que regresar a Bonzi y dejarla en su casa; le explicó el hombre a la mujer. Sonrió entonces esta y le hizo una caricia a la niña.
En el camino de vuelta, la niña pensó que si aquel hombre no la hubiera llevado de regreso a su casa, que si hubiera tenido que quedarse a vivir en aquel edificio, con aquella mujer, con aquel niño, con aquellos muebles naranjas. Hubiera llorado, talvez durante días que aún no sabría contar. Hubiera extrañado mucho a su mamá y a sus hermanos, hubiera pensado en escaparse y salir a buscar su casa. Lo hubiera hecho. Y de regreso a su casa, hubiera contado esto como una prueba de su valentía. O talvez hubiera permanecido allí. Hubiera con el tiempo dejado de llorar como una niña. De extrañar como una hija. Hubiera vivido otra vida. Como si acaso hubiera logrado olvidar y acostumbrarse.
Como una humana.
sábado, 20 de febrero de 2010
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